lunes, 14 de enero de 2008

Justicia y salvación para todos

El contexto

La noticia sacudió a toda una nación. Era el 19 de febrero del año 2006 y en la mina Pasta de Conchos en Coahuila, México, 65 mineros habían quedado atrapados bajo tierra, víctimas de un derrumbe accidental . A pesar de los esfuerzos realizados por rescatarlos, poco tiempo después se confirmó la muerte de todos ellos. El tiempo ha transcurrido y más de un año después los familiares de estos mineros siguen clamando justicia y castigo para los responsables.

Es posible que al escuchar esta y otras noticias usted y yo nos preguntemos ¿existe la justicia? y si existe ¿qué es? El filósofo griego Platón decía desde el siglo IV antes de Cristo que “la justicia es la conveniencia del más fuerte” . Como seres humanos a menudo participamos de ese sentimiento de impotencia y clamado por justicia en circunstancias similares. En realidad el mundo entero clama por justicia. Aunque a decir verdad, somos rápidos en pedir justicia para quienes consideramos culpables, pero lentos para aceptar que ésta actúe en contra nuestra.

Es aquí donde la Palabra de Dios, que nunca falla y que siempre satisface las preguntas del hombre, dice que al final todo ser humano será tratado con justicia, porque Cristo Jesús quien se convertirá en Juez del hombre, ya vivió todas las angustias y dolores que hoy el hombre puede vivir, ya “fue tentado en todo pero sin pecado” (Hebreos 4.15). La justicia divina se manifestará de manera muy diferente a la justicia humana.

La provisión

Cuando estas inquietudes sobre la justicia surgen, inmediatamente recuerdo las palabras que Dios a través de Moisés dijo a su pueblo escogido: “Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos.” (Éxodo 25.8). En esta invitación no solo está la promesa de la presencia de Dios en medio de su pueblo sino también el establecimiento de un perfecto sistema de justicia para el hombre. Este sistema de justicia originalmente establecido para el pueblo de Israel, hoy trasciende tiempo y lugar para llegar hasta nosotros. Pero además de justicia hace provisión para la salvación de todo aquel que cree . Es entonces que desde la perspectiva divina cada ser humano puede ser considerado justo y ser salvo si da los pasos apropiados para recorrer el sendero de la salvación. Esa es la enseñanza del santuario de donde podemos tomar tres elementos esenciales.

La necesidad

El hombre moderno, como muchos antepasados lo hicieron, ha escogido la autosuficiencia como la señal distintiva de su estilo de vida. `No necesito nada, no necesito a nadie´ se oye decir. De hecho vivimos en la era del “hágalo usted mismo”, pero en un asunto vital como es el obtener justicia y lograr la salvación personal esa premisa no tiene valor. En el terreno espiritual la “justicia propia” conduce al derrumbamiento del hombre autosuficiente y finalmente a su muerte.

El santuario que Dios pidió que fuera edificado con toda la riqueza de sus simbolismos nos señala un camino diferente que comienza con la percepción de la necesidad. Nada puede el hombre hacer por sí mismo. La autosuficiencia no tiene lugar. La necesidad de ser declarado justo produce la aflicción, el dolor de haberle fallado a Dios. La aflicción lleva al arrepentimiento y entonces se llega a la confesión, el reconocimiento humilde que busca la gracia de Dios. Es ahí donde la justicia divina actúa.

El temor

Quienes han enfrentado un juicio lo han hecho con una buena dosis de aprehensión y temor, más aún cuando nos sabemos responsables. El ser humano a menudo percibe a Dios como un Dios iracundo, listo para exterminar al culpable. Ir al santuario era aceptar someterse a un juicio, el pecador se acercaba con temor. Pero el camino del santuario que conduce a la justificación del hombre, es un camino abierto. Se puede transitar libremente por el, debe ser un camino libre de temores. Es así como habiendo reconocido nuestra necesidad se nos dice: “acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”. (Hebreos 4.16). La ausencia de temor se reafirma con la promesa de que nuestro abogado es “Jesucristo el justo”.

La sustitución

Cuando el hombre se ha librado del temor es el momento para aceptar que alguien ocupe nuestro lugar. Todo aquel que era llamado por la justicia divina necesitaba llevar una víctima, su sangre pasaba al santuario y finalmente el santuario era purificado. Todos el que acercaba con un espíritu contrito era aceptado. El servicio del santuario nos enseña en su parte central que nuestra única esperanza es que alguien ocupe nuestro lugar. Eso nos lleva naturalmente a la pregunta ¿Quién ocupará nuestro lugar? Muchos años antes de que esta pregunta fuera formulada ya la respuesta se había dado en voz de aquel extraordinario hombre llamado Juan el Bautista que dijo refiriéndose a Jesús: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. (Juan 1.29) Y efectivamente, ese lugar lo ocupó Cristo. El apóstol Pablo lo describió con claridad cuando escribe: “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir, por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (Romanos 5. 7, 8) Es definitivo, no puede haber otro sustituto porque solo por la muerte de Cristo somos declarados justos. Solo así la justicia divina que reclama el derramamiento de sangre puede ser satisfecha.

“¿Qué debo hacer para ser salvo?”-preguntó el carcelero de Filípos cuando los apóstoles le presentaron al Cordero de Dios- “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y tu casa.” (Hechos 16.30, 31). Es la misma respuesta para nosotros. El orgullo debe ser expulsado y permitir que nuestro lugar sea ocupado por quien en realidad puede solucionar nuestro problema de pecado. Reconocer a Cristo como el Cordero de Dios que ocupa nuestro lugar, nos causará lágrimas, dolor, tristeza, pero nos dará esperanza ya que “por su llaga fuimos nosotros curados.”

El final

Si hay algún momento para acercarse a Dios, es ahora. De no ser así, cuando el reconocimiento de nuestros errores sea obligado este solo confirmará que el castigo del pecador es justo. Todos necesitamos al Cordero.

Al final, todos, redimidos y no redimidos reconocerán y dirán: “justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos. ¿Quién no te temerá, oh Señor y glorificará tu nombre? Porque tus juicios son verdaderos” Apocalipsis 15.3, 5

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