lunes, 7 de enero de 2008

¿Porqué el Cordero?

Las estrellas aún brillaban en el cielo limpio cuando me desperté. El descanso durante la noche había restaurado mis fuerzas y estaba listo para iniciar las actividades del día. Mi esposa y mis hijos, cansados sin duda por el arduo trabajo del día anterior, dormían aún. Una sensación diferente empezaba a tomar forma en mi conciencia. Sabía que algo grande e importante estaba sucediendo en el campamento. Todavía con la somnolencia de la noche que moría no lo entendía plenamente, pero a la par de los rayos de sol que sustituían las sombras de la noche, mis pensamientos se fueron haciendo nítidos también. Sí, ahora recordaba con claridad. Era el décimo día del mes de Tishri, el séptimo: el día de la expiación, el gran día.

Los días previos, desde que el mes había comenzado, habían sido de examen personal y profundo en casa. Nuestro líder, Moisés, nos había dado la indicación que debíamos de afligir nuestra alma o de lo contrario seríamos cortados del pueblo. Sabíamos que este día era diferente, que era un día de juicio. Ya desde la tarde anterior de manera especial habíamos empezado esta tarea de aflicción y examen personal tratando de recordar nuestras faltas y errores para suplicar la gracia de Dios.

Con mucho sigilo, tratando de no despertar a nadie, salí de la tienda. El frío de la madrugada aún se sentía e instintivamente cubrí mi cabeza con el manto que portaba. Fue entonces que al alzar la vista lo vi. Nunca me cansé de admirarlo. Surgía de entre la multitud de tiendas, destacándose en el centro mismo del campamento de manera especial como el lugar de reunión de Dios con su pueblo. Era el santuario.

¡Ah, el santuario! ¡Cuantos recuerdos maravillosos! Toda la vida de mi pueblo giraba alrededor del santuario. A lo largo de mi existencia y en muchas ocasiones, a veces solo y en otras con la familia, había estado cerca de el. Cada celebración, cada santa convocación causaba en todos y cada uno una impresión profunda que era imposible olvidar. Se producía en nosotros un temor reverente que llenaba también de gozo y alegría nuestro corazón.

De todas las celebraciones siempre me sentí cautivado por el sacrificio diario que se celebraba de mañana y tarde. Recuerdo especialmente el día cuando junto con mis padres y hermanos nos tocó llevar el cordero para este sacrificio. Buscamos con esmero, con dedicación y escogimos el mejor, sin defecto, sin mancha, perfecto. Lo llevamos al santuario con reverencia y en el camino encontramos a otras familias como la nuestra que también llevaban su cordero para los sacrificios de toda la semana. Al alba ingresamos al santuario con muchos otros adoradores. Todo estaba limpio. Era un ambiente propicio para la adoración. Los sacerdotes ya estaban listos con sus vestimentas de lino para oficiar. Cada uno ocupaba su lugar.

Eran los sacerdotes los intermediarios entre Jehová y el hombre. Habíamos aprendido desde pequeños que desde la caída de Adán y Eva, nuestros primeros padres, ya el hombre no podía ver a Dios cara a cara y vivir. Se había dictado una sentencia de muerte que había llenado de tristeza al mundo creado, pero también se le había otorgado al hombre una nueva oportunidad. Es por ello que en la función de intermediación realizada especialmente por el sumo sacerdote y con cada cordero ofrecido en sacrificio la esperanza dada a Adán y Eva se renovaba.

Fue entonces que al escoger el cordero que sería sacrificado esa mañana, el sacerdote eligió el que nosotros habíamos llevado. Una sensación de culpabilidad hizo estremecer todo mi cuerpo. ¿Porqué una víctima inocente? ¿Porqué un cordero? En el momento preciso el sacerdote responsable tomó el cuchillo, cortó la tráquea de aquel cordero que en silencio aceptó su destino y la sangre comenzó a caer en un tazón. Fue así que las lágrimas reprimidas hasta entonces fluyeron libre y abundantemente. Lloré porque sabía que la sangre de ese cordero inocente había sido derramada también por mí. Lo hice porque todavía algunos dentro de mí pueblo no comprendían que cada cordero sacrificado nos señalaba que el pecado produce dolor, desesperación, angustia y que finalmente conduce a la muerte.

El sacerdote oficiante asperjó la sangre alrededor del altar. Cada uno de los demás sacerdotes realizaron su función, desollaron el animal y lo cortaron en pedazos, lavaron las entrañas para finalmente colocar todo en el altar donde fueron consumidos. La expiación estaba hecha.

Vivir una experiencia así debe cambiar la existencia. Prometí vivir siempre de acuerdo a las ordenanzas del Señor. Prometí caminar el sendero de la santidad sin la cual sabía no podría ver al Señor. Me dije a mí mismo: “ni una vez más”. Sin embargo muchas veces volví al santuario llevando otros corderos que tomasen mi lugar a causa de pecados cometidos para que yo tuviese la oportunidad de seguir viviendo. Y en cada una de esas ocasiones derramé lágrimas también. Pero siempre, siempre hubo un cordero.

Muchas veces cuando tuve que viajar lejos de mi familia y mi nación, y no podía volver pronto a ofrecer sacrificio por mis errores cometidos, mi fe se centraba en aquel cordero ofrecido por la mañana y por la tarde hasta el momento en que personalmente iba al santuario a ofrecer mi sacrificio.

Han pasado muchos años desde aquella ocasión. He aprendido nuevas lecciones. Y mi confianza sigue estando en mi Dios que no cambia. Hoy transmito a mis hijos la herencia espiritual que recibí de mis padres y revivo con ellos aquellas memorables experiencias. Sé que cuando nosotros dejemos de existir, en el futuro, también habrá para cada verdadero adorador, para cada auténtico penitente, un cordero silencioso que será sacrificado y cuya sangre derramada será expiación por los pecados cometidos.

Pero basta de recuerdos, el tiempo ha transcurrido rápidamente y la familia ya despierta. Este día también será extraordinario, es tiempo de ser examinados y saber si Dios aprueba nuestra conducta. Seremos sometidos a juicio.

Veo a Sadoc, mi pequeño hijo, que se levanta. Lentamente gira y entonces me ubica para encaminar sus pasos hacia mí. Hemos hablado mucho de este día especial.
Papá –me pregunta- ¿Por qué el Cordero?Porque en la muerte del Cordero –le respondo- cada uno de nosotros encuentra vida.

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